Ayer mi nave pasó muy cerquita de Marte, justo caía el sol en el planeta rojo, entonces decidí detenerme un instante para ver su azul atardecer; sí, en Marte la tarde es de un azul profundo que dan ganas de llorar. Fue hermoso. Casi tanto como aquella tarde de domingo, cuando, en mitad de un puente, por primera vez nuestros labios se encontraron y el cielo nos regaló todos los colores a un tiempo, así, casi así de hermoso, pero sin sudor en las manos, ni fuegos artificiales por dentro. Cuando el espectáculo terminó quise irme, pero estaba anclada a la pastosa nostalgia que pensé sólo en la tierra se experimentaba, no me obligué a nada, aproveché los 37 minutos extras que me regaló el día marciano y dejando la nave en piloto automático me fui a dormir.